miércoles, 5 de julio de 2017

INCONSOLABLE

Sala: Teatro María Guerrero Autor: Javier Gomá Director:  Ernesto Caballero Intérprete: Fernando Cayo Duración: 1.25'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)




Esto que leen aquí, en el encabezamiento de la crítica, estaba originalmente al final, pero lo que he venido encontrando en los últimos días me mueve a destacarlo. Ha sucedido algo curioso, que yo no había detectado nunca (esto no quiere decir que no haya ocurrido, vaya usted a saber). Todas las críticas en papel que he leído son elogiosas (analizando entre líneas las de Vallejo y Villán podría interpretarse que no les ha maravillado el texto, pero quizá sea buscar tres pies al gato). Todas las críticas digitales que he leído son negativas. ¿No es llamativo? ¿Tienen alguna hipótesis? Yo sí, pero me la callo.

LOS DE PAPEL A FAVOR:
Javier Villán en El Mundo (se la tienen que buscar en un tweet del CDN del 30 de junio, porque el contenido es de pago en su página original)

LOS VIRTUALES EN CONTRA:

Como el catálogo de opiniones sobre todo en general, y sobre la crítica en particular, es infinito, tengo algún lector al que no le gusta nada que cite, alabe o discuta las ajenas. No consigo entenderlo, la crítica es también -quiza, sobre todo- debate. ¿No vamos a poder comentarnos unos a otros? Me parece que lo que subyace en el fondo es nuestra incapacidad (nuestra, de los seres humanos quiero decir) de distinguir entre la discrepancia de ideas y la descalificación de las personas. 

Y, ahora sí, la mía.

QUE SALGAN LOS DELFINES

Caballero (director), Cayo (actor), Azorín (escenógrafo), Aníbal (iluminador), Cobo (músico) y Domínguez (figurinista) han hecho lo que han podido. Como me dijo JM ante alguno de los esfuerzos colectivos por levantar un monólogo imposible, sólo faltaban los delfines. En el momento en que me lo dijo ya llevaba yo unos minutos echando en falta a las alegres chicas de Colsada. Que entre el coro. Disparen los fuegos artificiales. Send in the clown. Que el actor se quede en tanga y haga unas piruetas en el trapecio (ojo: las piruetas acaban llegando), porque los espectadores comienzan a sufrir bajadas de tensión y está la plazuela que no caben más ambulancias.

He comenzado diciendo que Caballero (director) ha hecho lo que ha podido. No puedo decir lo mismo de Caballero en su faceta de seleccionador. Este texto no tiene ningún merecimiento para acabar representado, y mucho menos en la sala grande (!) del María Guerrero. En fin. El mundo es ansí, ya lo saben. Me pregunto si el autor conoce El año del pensamiento mágico, porque hay que tener mucho arrojo para estrenar esto después de aquello. Inconsolable es un texto pésimo en varios niveles:

1) El género. Es antidramático, no-teatral. Es un ensayo (un mal ensayo). Esto no lo digo porque su autor se haya dedicado a eso hasta ahora, sino porque es así. Y si no me creen, vayan a oírlo. No hay ni rastro de eso que llamamos arco dramático. Bueno, no. Es peor. Sí que hay rastro. Hay un intento al que se le ven todas las costuras: forzado y sin efecto. El personaje comienza diciendo que no se va a meter en cuestiones sentimentales exclusivamente suyas y que sólo hablará de conceptos universales. Declara que lo otro le parece una literatura maleducada, romanticismo trasnochado de andar restregando los propios mocos al respetable. Y luego, por supuesto, da rienda suelta a sus miserias para terminar otra vez pulcro y en registro de conferenciante. Un A-B-A clásico que podría firmar Mozart, si no fuera porque Mozart sí dominaba los tiempos dramáticos. El contraste entre ambas voces -las dos caras del personaje- se ve venir de lejos. Ayer mismo leía ese pasaje de Marsillach en el que dice que el teatro es ritmo y sorpresa. Cuanto más repite el monologuista que no irá por ahí -y lo repite cansinamente- más convencidos estamos de que en eso consistirá el giro: sorpresa, caput. ¿Y ritmo? Pues verán: el árido registro inicial dura... ¡cuarenta y cinco minutos! Está estirado hasta lo insoportable en el estilo descrito en el punto 3. No hay quien pueda. Llegados a ese lugar del hastío o salen los delfines vestidos de lentejuelas o ya no hay nada que hacer. A pesar de la trasmutación escenográfica (también, ay, previsible: las testas de las piezas metálicas que la hacen posible están incomprensiblemente a la vista).

2) El fondo. Es banal en sentido bidireccional. Ni ahorra una sola de las ideas comunes que nuestra cultura maneja sobre la muerte (desde la levedad de la tierra hasta el desplazamiento a primera línea ante el abismo que supone la desaparición de los padres; desde el consuelo que procura el afecto de los próximos hasta la perpetuación del difunto en la conciencia de los vivos; desde la cadena generacional que transmite el testigo hasta...). Ni aporta una sola idea original. Esto puede ser perfectamente tolerable en un texto dramático, que no está para aportar ideas originales sino para recrear el mundo (o una visión del mundo) en el escenario. Pero, como les he dicho, éste es marcadamente ensayístico. No hay drama (como sería preciso en el teatro), no hay ideas (como sería necesario en un ensayo). No hay nada más que sopor. Por cierto, la cosa termina autocondenada. Algo se dice al principio sobre la moralidad como refugio de los discursos vacíos. Así termina este discurso vacío: con una conclusión moral para la que no necesitábamos alforjas. Que la muerte debe impulsarnos a ser mejores. Toma.

3) El estilo. Pensé durante un rato que este estilo que combina la frialdad quirúrgica y la retórica más ramplona era un efecto buscado para reforzar el efecto de alejamiento que el personaje quería imponerse respecto a sus sentimientos profundos. Pero no. Sigue igual toda la función. Sin desaprovechar un solo sintagma trillado que saliera al paso. Por no hablar de hallazgos como "excesivismo" o "acostumbramiento". Soporífero.

El texto no tenía remisión, y mira que le han hecho de todo. Es como un abeto reseco que se han esforzado en tapar con espumillón (qué bonita palabra). El espumillón no está mal, pero al final sólo faltan los ya mencionadísimos delfines. Cae nieve, cae un árido, el suelo se levanta los pajaritos cantan... huy, perdón: el suelo se levanta, se abre una compuerta, entra música, entran ruidos, entra una discreta imagen proyectada, sube al fondo una línea horizontal verde, baja al fondo una línea horizontal verde, el iluminador despliega todo el catálogo de recursos que sabe ubicar atinadamente... Hubiera sido fantástico emplear toda esta potencia creativa en algo que mereciera la pena.

* * *
Miren ustedes por dónde, algo hay con lo que me identifiqué y que me da pie para este párrafo. Dice el personaje que no soporta en los demás sus propios defectos. Que los reconoce de inmediato y los odia. A mí me pasa lo mismo (aunque no siempre, otras veces me producen un efecto cómico y de compasión, del tipo de "éste es idiota de la misma manera que yo"). Si el texto me ha generado el rechazo que queda patente en las líneas anteriores es, en parte, porque comparte ampliamente los defectos de mi prosa. Qué les voy a contar: no sólo un deslizamiento constante hacia lo prolijo y lo repetitivo, sino también un echar mano sin cuento de las fórmulas estereotipadas, los adjetivos cantados, las expresiones hechas. Como esta misma enumeración de tres elementos de la frase anterior. A mí se me antoja que lo hago con una gran habilidad para la ironía, la autoironía y la parodia, pero digo "se me antoja", porque no es verdad. Lo que me termina saliendo es una cosa entre el BOE y el libro de texto que -alguna lucidez guardamos todos en el fondo- me aconseja no dedicarme a la literatura. Tanto menos a la dramática, que consume el tiempo del espectador a chorros. A lo mejor un día me da por estrenar algo y alguien me propina una coz calcadita a esta misma.
P.J.L. Domínguez
          

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